Me bajo en la avenida Alberto Hurtado con Maipú, el sol agoniza a lo lejos. Recuerdo el mapa que vi en internet, busco la intersección que establecí como referencia y camino hacia allí. Voy mirando de reojo los nombres de las calles y a los angustiados que acechan en las esquinas.
Me acerco a una mujer que viene bajando la cuesta, le pregunto por la calle Carlos Ibáñez del Campo. Ella me dice algo en voz baja, tan baja que me contento con su brazo extendido apuntando hacia el cerro.
Comienzo a subir por el pasaje, el cual es tan inclinado que debo subir casi gateando, lo cual sumado al peso de mi mochila, me confiere una figura cuasimodesca. Las miradas del vecindario me reconocen ajeno, así que apresuro el paso.
Finalmente llego a la casa que busco, golpeo una puerta de madera desvencijada. Una mujer muy joven se asoma por la ventana, me ausculta con la mirada, me pregunta quién soy y a qué vengo. Lo cual me hace sentir casi como un subversivo dando un santo y seña. Luego de escuchar mi nombre y motivo, me abre la puerta.
La habitación parece sacada de un cuadro de Dalí. Este living devenido en dormitorio/sala de estar parece una oda kitsch, el computador es usado como una especie de perchero. Ella echa un reclamo al aire por el desorden de su hermano, yo le pregunto sobre el color de las zapatillas que están junto al monitor. Ella se sonroja, nos miramos y nos reímos ante la rosada evidencia. Veo una chaqueta de mezclilla con lentejuelas sobre la impresora, le pregunto si también es de su hermano, se ríe y admite que es de ella.
Miro a mi alrededor, las paredes están cubiertas por una especie de papel mural gastado. El piso de madera cruje ante cada paso que doy. Desde la muralla una virgen María me mira compungida, mientras Pamela Anderson, su compañera de muro, me impacta con una pose libidinosa. Muro de contradicciones, pero quizás más sincero que cualquier iglesia. Cavilo en que, de arrodillarme, voy fijo con Pamela.
La mujer me pregunta cuál puede ser el problema. Le digo que debo desarmar el computador, para determinar con certeza la causa de la falla. Ante la ausencia de una mesa, me ofrece la cama. Por un segundo mi mente relampaguea, calurosa. Hago un esfuerzo para que una sonrisa no diluya mi semblante de seriedad profesional.
De pronto ella apoya sus rodillas y sus manos sobre la cama, tratando de ver lo que hago, mientras me sigue bombardeando con preguntas, que ahora incluyen cuestiones personales. El dolor en mi espalda me obliga a hacer una pausa, me voy parando y al levantar la vista, me topo con su mirada. Ella me mira con la picardía inocente de un niño travieso.
Al ir bajando hacia la avenida, diviso la ciudad en todo su esplendor. Aún cuando el frío azota mi rostro, mi cuerpo se mantiene tibio.
Me acerco a una mujer que viene bajando la cuesta, le pregunto por la calle Carlos Ibáñez del Campo. Ella me dice algo en voz baja, tan baja que me contento con su brazo extendido apuntando hacia el cerro.
Comienzo a subir por el pasaje, el cual es tan inclinado que debo subir casi gateando, lo cual sumado al peso de mi mochila, me confiere una figura cuasimodesca. Las miradas del vecindario me reconocen ajeno, así que apresuro el paso.
Finalmente llego a la casa que busco, golpeo una puerta de madera desvencijada. Una mujer muy joven se asoma por la ventana, me ausculta con la mirada, me pregunta quién soy y a qué vengo. Lo cual me hace sentir casi como un subversivo dando un santo y seña. Luego de escuchar mi nombre y motivo, me abre la puerta.
La habitación parece sacada de un cuadro de Dalí. Este living devenido en dormitorio/sala de estar parece una oda kitsch, el computador es usado como una especie de perchero. Ella echa un reclamo al aire por el desorden de su hermano, yo le pregunto sobre el color de las zapatillas que están junto al monitor. Ella se sonroja, nos miramos y nos reímos ante la rosada evidencia. Veo una chaqueta de mezclilla con lentejuelas sobre la impresora, le pregunto si también es de su hermano, se ríe y admite que es de ella.
Miro a mi alrededor, las paredes están cubiertas por una especie de papel mural gastado. El piso de madera cruje ante cada paso que doy. Desde la muralla una virgen María me mira compungida, mientras Pamela Anderson, su compañera de muro, me impacta con una pose libidinosa. Muro de contradicciones, pero quizás más sincero que cualquier iglesia. Cavilo en que, de arrodillarme, voy fijo con Pamela.
La mujer me pregunta cuál puede ser el problema. Le digo que debo desarmar el computador, para determinar con certeza la causa de la falla. Ante la ausencia de una mesa, me ofrece la cama. Por un segundo mi mente relampaguea, calurosa. Hago un esfuerzo para que una sonrisa no diluya mi semblante de seriedad profesional.
De pronto ella apoya sus rodillas y sus manos sobre la cama, tratando de ver lo que hago, mientras me sigue bombardeando con preguntas, que ahora incluyen cuestiones personales. El dolor en mi espalda me obliga a hacer una pausa, me voy parando y al levantar la vista, me topo con su mirada. Ella me mira con la picardía inocente de un niño travieso.
Al ir bajando hacia la avenida, diviso la ciudad en todo su esplendor. Aún cuando el frío azota mi rostro, mi cuerpo se mantiene tibio.