El microbús del recorrido Vilcún-Temuco iba repleto. Ambos iban de pie, apretujados entre la multitud compuesta de turistas, citadinos y campesinos. El verano se colaba por las pequeñas ventanas, mientras todas las personas trataban de soportar el sofocante encierro. El armatoste mecánico culebreaba entre los cerros cubiertos de árboles y flores.
Cuando se conocieron, verse y desearse fue sinónimo. En el instante en que sus miradas se encontraron en esa mañana de verano hubo un relámpago, un hormigueo incandescente que uniría sus caminos en aquel lascivo verano.
Después de que ella hubiere visitado a su padre, ahora emprendían el camino de vuelta a Temuco en el mismo microbús que los había traído. Para él, cada vaivén del micro era una oportunidad de deslizar palabras lujuriosas en su oído. Lentamente ella iba cediendo al embrujo del momento, y su compostura iba consintiendo al deseo, ese ardor incontrolable.
Él deslizó su mano con la sutileza de una serpiente. Lujurioso pero astuto, aprovechó una curva pronunciada para que no se notase el brinco que dio ella cuando le agarró el trasero. La reprobación en su mirada se transformó en brillo de deseo cuando en la próxima curva, él repitió la maniobra con mayor audacia aún. El sinuoso camino rural mecía el microbús cada vez más, cada curva acrecentaba el deseo. La multitud fue el telón, la cercanía de sus cuerpos fue la excusa. Su mano deslizándose bajo la falda, su aliento agitado, sus cuerpos cercanos, el calor, el deseo, ¡más rápido!, el vaivén, su mano, ¡un gemido ahogado! Sus rodillas cedieron al violento arrobo del placer.
¡Alguien gritó!, el microbús se detuvo a escasos 100 metros de la estación. Algunos pasajeros asombrados la tomaron de los brazos y la ayudaron a bajar. Algunos comentaban que se había desmayado producto de lo largo del viaje, el calor sofocante y la falta de aire, ella no los contradijo. Él, oculto en la multitud, sonrió con una mirada traviesa, ella se sonrojó y empezó a caminar la cuadra que faltaba para llegar a la estación. Él la siguió a una distancia prudente hasta llegar a una pequeña plaza vacía, donde se besaron largamente.
Aquel viaje duró 2 horas, a ella le parecieron efímeros momentos. A las dos semanas, él se fue de vuelta al norte a continuar sus estudios. Ella se quedó besando la nostalgia de aquellos fogosos encuentros.
Cuatro años después, ella es una respetable dueña de casa y ha hecho el mismo recorrido cientos de veces. Y mientras los pasajeros se quejan del bamboleo de aquel feble trozo de latón, ella sonríe. Porque cada vaivén mece un húmedo rincón de su memoria.
PD1: Este cuento lo escribí hace tiempo, pero lo encontré hace poco.
PD2: Me voy de vacaciones a Buenos Aires asi que estaré ausente hasta el 1º de Marzo, espero subir una que otra fotillo al fotolog.
Cuando se conocieron, verse y desearse fue sinónimo. En el instante en que sus miradas se encontraron en esa mañana de verano hubo un relámpago, un hormigueo incandescente que uniría sus caminos en aquel lascivo verano.
Después de que ella hubiere visitado a su padre, ahora emprendían el camino de vuelta a Temuco en el mismo microbús que los había traído. Para él, cada vaivén del micro era una oportunidad de deslizar palabras lujuriosas en su oído. Lentamente ella iba cediendo al embrujo del momento, y su compostura iba consintiendo al deseo, ese ardor incontrolable.
Él deslizó su mano con la sutileza de una serpiente. Lujurioso pero astuto, aprovechó una curva pronunciada para que no se notase el brinco que dio ella cuando le agarró el trasero. La reprobación en su mirada se transformó en brillo de deseo cuando en la próxima curva, él repitió la maniobra con mayor audacia aún. El sinuoso camino rural mecía el microbús cada vez más, cada curva acrecentaba el deseo. La multitud fue el telón, la cercanía de sus cuerpos fue la excusa. Su mano deslizándose bajo la falda, su aliento agitado, sus cuerpos cercanos, el calor, el deseo, ¡más rápido!, el vaivén, su mano, ¡un gemido ahogado! Sus rodillas cedieron al violento arrobo del placer.
¡Alguien gritó!, el microbús se detuvo a escasos 100 metros de la estación. Algunos pasajeros asombrados la tomaron de los brazos y la ayudaron a bajar. Algunos comentaban que se había desmayado producto de lo largo del viaje, el calor sofocante y la falta de aire, ella no los contradijo. Él, oculto en la multitud, sonrió con una mirada traviesa, ella se sonrojó y empezó a caminar la cuadra que faltaba para llegar a la estación. Él la siguió a una distancia prudente hasta llegar a una pequeña plaza vacía, donde se besaron largamente.
Aquel viaje duró 2 horas, a ella le parecieron efímeros momentos. A las dos semanas, él se fue de vuelta al norte a continuar sus estudios. Ella se quedó besando la nostalgia de aquellos fogosos encuentros.
Cuatro años después, ella es una respetable dueña de casa y ha hecho el mismo recorrido cientos de veces. Y mientras los pasajeros se quejan del bamboleo de aquel feble trozo de latón, ella sonríe. Porque cada vaivén mece un húmedo rincón de su memoria.
PD1: Este cuento lo escribí hace tiempo, pero lo encontré hace poco.
PD2: Me voy de vacaciones a Buenos Aires asi que estaré ausente hasta el 1º de Marzo, espero subir una que otra fotillo al fotolog.