La cámara se mueve lenta y suavemente acompañando a la instructora. Ella con gran paciencia explica cómo se debe usar el bodyboard. Nunca he sido fanático de ese deporte, pero aprovechando que hay uno disponible, lo tomo y entro al agua.
Casi sin quererlo, todos siguen atentamente la lección. Aún cuando menos de la mitad pondrá en práctica lo aprendido.
Estamos en la orilla, sin embargo las olas comienzan a llegar cada vez más grandes. Me aburro, le paso el bodyboard a un niño que ciertamente le dará mejor uso que yo. Bocanada grande y me sumerjo contra la ola.
La instructora continúa la lección, explicando el origen de este deporte. Al ir braceando bajo el agua, veo algo que me inquieta: un calamar muerto, es de color amarillo pero la muerte lo ha desteñido.
Estamos en la orilla, sin embargo las olas comienzan a llegar cada vez más grandes. Me aburro, le paso el bodyboard a un niño que ciertamente le dará mejor uso que yo. Bocanada grande y me sumerjo contra la ola.
La instructora continúa la lección, explicando el origen de este deporte. Al ir braceando bajo el agua, veo algo que me inquieta: un calamar muerto, es de color amarillo pero la muerte lo ha desteñido.
La gente comienza a gritar de algarabía al ver que cada ola se hace mayor que la anterior. Los niños ponen en inmediata práctica lo aprendido con la atractiva instructora televisiva.
Un hombre me habla feliz acerca de las olas, yo asiento con una sonrisa. De pronto una ola de 2 metros se abalanza furiosa, yo sonrío porque sé exactamente qué hacer, no en vano he pasado toda mi vida cerca del mar. Mi circunstancial compañero grita algo ininteligible mientras yo me lanzo contra la ola, sintiendo su fuerza sobre mi espina. Al otro tipo no lo vuelvo a ver, supongo que arrancó a la arena.
Nuevamente me sumerjo, al ir buceando veo un calamar rojo, nuestro repentino encuentro nos asusta a ambos.
La gente está feliz, el éxtasis de las olas ha tomado a todos por sorpresa. Un poco más allá diviso otro calamar. ¡No! Los he estado confundiendo todo el tiempo, en realidad no son calamares sino pulpos. No sé cómo he podido confundirlos.
El pulpo es enorme, tiene unos tentáculos de unos 2 metros de largo. Es de color amarillo grisáceo. La gente parece no darle mayor importancia, me sumerjo y veo otro pulpo, muerto. Parece tener un tamaño un poco menor. Asumo que algún cambio climático los ha de haber traído a la costa. Tal vez sea responsabilidad de El Niño. Mismo fenómeno que, con sus aguas cálidas, trae a las peligrosas medusas.
Otra ola, ésta vez de casi 3 metros. Me sumerjo feliz de la vida. Justo antes de salir a la superficie alcanzo a divisar un pulpo; de por lo menos una tonelada y treinta metros de alcance, nadando cerca de la balsa ubicada en el centro de la poza. No siento miedo del pulpo sino de mi extraña tranquilidad al verlo. Es casi como si intuyera su presencia, aún desde cuando estaba mirándole el trasero a la instructora.
De pronto alguien grita: ¡Miren! ¡Dos pulpos gigantes se están atacando! Yo miro en dirección a la pelea y veo que un pulpo rojo está atacando a otro amarillo, pero ninguno es el que ví delante de la balsa. Entonces con una sonrisa malévola exclamo: Eso no es nada, ¡¡¡el otro si que es grande!!! La gente me mira, luego dirige su mirada hacia donde estoy apuntando y empiezan a gritar, mientras la enorme bestia marina lanza por los aires a tres desprevenidos bañistas. El agua se vuelve rojiza mientras restos humanos salen a la superficie, como si hubiesen sido atravesados por cuchillas. Yo sonrío, pensando que estos tontos no se merecen ser testigos de tan magnífico y dantesco espectáculo. A fin de cuentas ellos sólo ven al mar como un lugar de diversión, en el cual lanzar su basura, su felicidad enlatada. Ellos no entienden el lenguaje de las olas, no saben guardar el respetuoso silencio que le debemos al mar. Súbitamente ¡despierto!
Si fue una pesadilla, entonces ¿por qué desperté sonriendo?
No aguanto las ganas y al otro día me voy a la playa, me esfuerzo por soportar los eternos quince minutos hasta llegar. Me adentro caminando por el rompeolas, hasta llegar paralelo al límite de pequeños flotadores de corcho. Contrario a mi costumbre, me lanzo al agua de inmediato. Mientras braceo bajo el agua veo la figura de un pez que se asusta por mi presencia, sonrío y sigo avanzando. Poco a poco siento la presión oprimiendo mi tórax, soy un esclavo del maldito oxígeno, en pocos segundos deberé ascender. Al llegar al límite de boyas veo una multitud de gente, todos en sus malditos botes inflables, con sus malditas sonrisas, comentando cosas que ni al mar ni a mí nos interesan. Ignorando lo que va a pasar, siguen chapoteando mientras yo, sereno, toco el cuchillo que llevo pegado a la pierna derecha. Entonces alguien dice:” ¡Ey! ¡Miren! ¡Un calamar muerto!”. A lo que respondo con una enorme sonrisa: “No es un calamar sino un pulpo”.