lunes, 18 de diciembre de 2006

JuegoCuento II

Memorias ajenas (por Jhazmine y Juan Carlos)

En una tarde soleada un perro cruza la calle principal del pequeño pueblo costero. El ambiente bucólico sólo es removido por el ocasional paso de los buses llenos de turistas que, verano a verano, trastocan la tranquilidad de este pequeño pueblo, cuya población de pescadores mira con recelo.

En este lugar no existían ni presente, ni pasado, ni futuro pues todos los tiempos se entremezclaban entre el polvo de historias viejas y cíclicas y la alegoría multicolor que dejaban sus visitantes. Era un pueblo detenido, todo parecía congelarse en pequeñas postales sin remitente y sin destino. Los rostros, la habitual calma y aún las acciones inesperadas o la sorpresa eran sólo fotos, pequeñas instantáneas.

Gabriel llegó a este lugar buscando evadirse de una vida llena de lujos y privilegios, lo cual le había llenado de una sensación de vacío. Cual trashumante, dejó atrás su casa, su lujoso auto, sus siliconadas novias, todo. Y partió sin rumbo fijo, dejándose llevar por las circunstancias. Su padre le dijo que se fuera a relajar a la casa de Acapulco, su madre le recomendó irse una temporada a París pero él prefirió dejarse llevar. Dejó de pensar esperando comenzar a sentir, dejó de planear viajes esperando que ahora el viaje le programara un destino, uno tan incierto como el trayecto de lo que hasta ese día era su vida.

Al partir alistó muy pocas cosas, unos cuantos libros del abuelo y algunas fotos viejas; tomó el auto pequeño, en el que el jardinero o la nana hacían compras ocasionales, y comenzó el viaje sin rumbo. En la carretera vacía la situación se tornó en psicodelia, contraposición entre un carril y una vida vacíos y la música a todo volumen cuyas estrofas se confundían con lo que Gabriel intentaba clarificar. Remolinos. Colores. Neón. Ciudades. Situaciones insólitas. Ana, Laura, Andrea, y tantas otras nominaciones amorfas, indiscutidas, olvidadas. Sólo una continua rotación de imágenes difusas, un cartel de desvío a 87 kilómetros después de partir y un boleto interno a cualquier lugar.

Al pasar fuera de una pequeña casa al costado de un camino de tierra aledaño a la carretera, divisó a un niño que jugaba con una pelota maltrecha. De pronto un calor extraño subió por sus mejillas, recordó aquella tarde cuando por primera y única vez su padre dejó de lado sus negocios y se dio el tiempo de jugar con él. Una lágrima nació en su rostro sólo para morir en el puño de su negación Ya nada importaba, él ya no era un chiquillo. Sin embargo, algo faltaba, sentía una urgencia, una terrible ansiedad sin poder clarificar el por qué.

De todos modos, muchas cosas habían quedado en el silencio obligado al que le habían acostumbrado sus padres. ¿Para qué decir si no hay quien oiga? Todo lo que Gabriel guardaba podría responder a su desesperación pero aunque la memoria es una caja que absorbe mil y una cosas, ocasionalmente se convierte en un hoyo negro en espiral y en descenso que extravía lo importante cuando la rabia ha ofuscado cualquier luz y cualquier verdad

De pronto un anciano se acercó a él y le dijo:"Te estaba esperando". Él no respondió, pensando que se trataría de alguna víctima de la demencia senil. Comenzó a caminar hasta llegar a la playa, dejando el pequeño auto abandonado sin que le importara. Sus pasos se prolongaron hasta llegar a la playa, una vez allí siguió caminando mojando sus pies en el agua, sin darse cuenta que el agua parecía no notar su presencia. Su caminata se prolongó por horas, tal vez días. En este pueblo todo era confuso, momentáneo, simultáneo, etéreo.

Casi al anochecer llegó a un pequeño faro, su curiosidad lo llevó a subir las oxidadas escaleras hasta llegar a la casa del foco desde la cual pudo observar el mar embravecido. Mientras tanto, las fogatas semejaban pequeñas hijas del gran faro, dando cuenta de los jóvenes que, cual libidinosas luciérnagas, salían a expresar el éxtasis de la juventud.

Dio media vuelta porque las fogatas le recordaban todo lo que quería olvidar, nostalgias de un compartir cotidiano que nunca tuvo. Se sentó en una silla vieja y observó que en el fondo de la habitación había una pequeña caja cubierta de polvo y telarañas. Dudó en abrirla pero decidió no seguir planeando y analizando cada pequeña acción para seguir, por primera vez, sus instintos. Al abrir la caja ésta empezó a resquebrajarse, llenando su ropa de un olor húmedo. En el interior había un periódico de 1922, sin primeras planas impactantes ni noticias recortadas o resaltadas; una botella minúscula con un líquido que, por el color, le pareció era vino; una carta descolorida firmada por las iniciales G.R. y una última letra borrosa e ininteligible.

En el fondo de la caja, había un cuaderno que contenía dos fotos y varias anotaciones en orden cronológico. Sentado en el piso, y a la luz de una vela olvidada, Gabriel decidió leer primero la carta.

Graciela, amor mío.

El tiempo ha ajado mi cara al compás de la nostalgia, he tratado vanamente de concentrarme en mis quehaceres militares pero cada segundo lejos de ti duele más que las balas que recibí en aquella infortunada batalla. Mi único consuelo es saber que nuestro pacto nos ha de mantener unidos más allá del tiempo y las distancias. Llevo el amuleto pegado a mi pecho como silencioso testimonio de mi amor por ti. Ninguna medalla podrá compensar la angustia de ver cada amanecer lejos de ti. La trompeta da el inicio del día y mi alma se pone la coraza que oculta mis ganas de desertar e ir a tu encuentro. Sólo el juramento que hice, como hombre de honor, me mantiene aquí. No desmayes amor, que he de compensar cada segundo de ausencia con besos de amapola.
Me despido reafirmando que ni siquiera la muerte podrá impedir mi regreso a ti.
Con amor

Gabriel Robles Arteaga

Gabriel sonrió un poco. Cada palabra no sólo había resonado en su mente sino que lo llevó a recorrer el momento de la guerra y lo transformó en ese otro Gabriel. No supo ni cómo pero imaginó el rostro de Graciela y la besó cuantas veces pudo en un recuerdo que no era el suyo. Estuvo largo rato con la carta entre sus manos, tratando de tener cada palabra presente y, con ellas, a Graciela, sus cabellos finos y cobrizos, sus ojos perdidos y grises que hacían juego con el vestido de flores pequeñas que llevaba puesto. Luego, se dio cuenta de que estaba perdiéndose en lo ajeno y se sintió un poco extraño... quiso despejarse y abrió la botella, sintió el olor del licor añejo... un aroma dulce que lo envolvió de nuevo en la historia. Abrió el cuaderno y un pequeño recuadro cayó al piso.... lo levantó y observó en ella la imagen de la mujer delgada que había imaginado y besado minutos atrás.

Su ánimo se turbó, su boca pronunció preguntas sin respuesta ¿dónde estoy?, ¿qué es este lugar? Las preguntas se fueron atropellando en su mente hasta llegar a la más aterradora de todas: ¿Quién soy yo? Miles de imágenes, sonidos, olores, sensaciones, emociones, lugares. ¡Su mente era un remolino! Justo cuando la desesperación se apoderaba de él escuchó una voz ronca y cálida que decía:"Te estaba esperando". Sin siquiera mirar, supo quién era. Algo le hizo detenerse y así, inmóvil, aquella voz le comenzó a relatar la historia pasada, presente y futura: su historia.

Escuchaba atónito, el anciano hablaba de sucesos que Gabriel no llegaba a comprender pero que sentía suyos y reconstruía en su mente. El faro, el aroma de la botella sin cerrar, la media luz, la caja y un pequeño perro que acompañaba al anciano conformaban un ambiente más intrigante aún. Cada frase se hacía suya y poco a poco el narrador fue trasformándose en actor... la imagen del anciano comenzó a difuminarse y el resto de la historia era contada por una voz mucho más familiar, la de él mismo.

Hijo de una familia acomodada, crecí en un ambiente culto, acomodado y elitista. Tuve todas las ventajas que el dinero pueda comprar, la palabra esfuerzo no formaba parte de mi vocabulario. Mi vida transcurría sin mayores sobresaltos hasta que la vi. Era la hija del jardinero, Graciela era su nombre. Su belleza era la envidia de todas las flores del jardín, su inocencia el mayor tesoro de sus tiernos 15 años. Yo que nunca supe más que evadirme con vino y mujeres, de pronto conocí la más exquisita angustia y me vi en la peor situación: perdidamente enamorado. Aún recuerdo la primera vez que, por casualidad, nos encontramos en el jardín. Su padre estaba ocupado con los tulipanes de mi madre, mientras ella desmalezaba el camino de rosas. Aún recuerdo cuando nuestras miradas se cruzaron en el umbral del jardín mayor. Día a día, el jardín comenzó a florecer a la par de nuestras miradas y sonrisas cómplices. Poco a poco nos fuimos acercando, no quería que ella fuera una más de mis conquistas. No, ella era distinta. Su aroma, exquisita mezcla de rosas, jazmines, lavandas y tierra húmeda marcaba el rastro que guiaba mis pasos a través del jardín. Y así pasaron los días hasta que una noche de verano, decidí salir a caminar. Cual sería mi sorpresa al sentir aquella delicada alquimia de seducción. Sin pensarlo, mis pasos se dirigieron por el camino de mis ansias hasta llegar a ella.

Su padre no había asistido aquella tarde, por lo que Graciela se quedó mucho más tiempo haciendo las labores sin ayuda. Me acerqué despacio, me senté a su lado y nos pusimos a conversar. Yo no tenía muchas cosas para contarle, ella recurría a la historia oral con la que su familia la deleitaba cada noche. Me contó de sus abuelos, él había fallecido en el campo de batalla sin saber que dejaba un vientre en flor. Ella recibió la noticia de su muerte tres meses después de que Antonio Robles, su único y primer hijo, llegara al mundo.

El sol había comenzado a salir, Gabriel despertó en la casa del faro y no recordaba muy bien cómo había llegado hasta ese lugar, sólo tenía un cuaderno apretado contra el pecho. Se percató de otra presencia en la habitación, un perro que tenía una foto en el hocico. Se levantó y quiso tomarla pero el animal dio media vuelta y bajó por las escaleras. Gabriel no dudó en correr detrás de él, por momentos lo perdía, hasta que desde una esquina lo divisó cruzando la calle y al levantar la vista, encontró a Graciela y dos personas en color sepia que estaban al lado de ella, el anciano y la mujer de la foto se perdieron uno al otro en un abrazo, desapareciendo. Y Gabriel finalmente comenzó a entender. Nuevamente el torbellino de emociones, aromas, rostros, confusión, angustia y alegría.

De pronto, una voz comenzó a llamarlo desde lejos, él sin pensarlo decidió dirigirse hacia ella. La voz continuaba llamándolo: "3, 2,1....Liliana, despierta ¡ahora!" Ella abrió los ojos confundida, las sensaciones de Gabriel aún estaban en ella, aquellas imágenes, aquella urgencia de ir hacia su amor. El psicólogo la ayudó a incorporarse, mientras ella aún trataba de asimilar lo vivido.

Finalmente todas las piezas comenzaban a calzar. Aquella hermosa mujer que merodeaba en sus sueños ahora tenía nombre, rostro e incluso aroma. Al salir de la consulta decidió que no iría a su casa, cruzó la calle y entró en un pequeño café. Aún embriagada por las sensaciones de aquella experiencia, miró por la ventana y se encontró con el rostro de un extraño que se había detenido a mirarla. Ambos sonrieron. Él entró al café y se sentó al frente de Liliana, la contempló unos instantes, tomó su mano en la que puso una medalla antigua, se acercó más, le dio un beso y se presentó: "yo soy Gabriel".


Fin


PD: Al fin pude (re)publicar este juegocuento, mis disculpas a Jhazmine.

2 comentarios:

♦♦♦sol☼de☼soles♦♦♦ dijo...

Leerte ha sido un gratísimo placer...Estoy navegando por tu blog y me gusta mucho lo que he leído y tu perspectiva de la vida...Eres un gran escritor...
FELIZ NAVIDAD y un maravilloso AÑO
2007...Seguimos juntos, en verdad, es una experiencia atrayente el estar aqui, siempre querré regresar...Felicidades a tu prosa y a tu estilo.
Besooooos.

Bandolera dijo...

FELIZ Navidad!!!!