Chocó unas rocas por el lado de babor. El catamarán comienza a hundirse, todo es caos y desesperación. Camino parsimoniosamente entre la multitud agitada, que grita y corre sin rumbo. El alegre paseo por la costa se ha tornado en pesadilla, al menos para ellos.
Una mujer se detiene justo frente a mí. Sus ojos color miel se enmarcan en su cabellera pelirroja. El piercing que lleva en la ceja derecha acentúa el gesto que acompaña a su pregunta.
- ¿Cómo puedes estar tan tranquilo?
- Porque sé que todos van a morir, incluso tú. Le respondo, al tiempo que mi rostro esboza una sonrisa.
- ¿¡Qué!? ¿¡Estás enfermo de la cabeza!?¿Pero cómo puedes decir eso? Me dice ella con la cara desencajada.
- ¿Que acaso no es evidente? En este catamarán hay 189 pasajeros y sólo 28 chalecos salvavidas. Lo cual provocará que la multitud histérica se pelee a muerte por uno de ellos, lo que a la larga implica que todos morirán. Ya que aquellos que logren apoderarse de un chaleco corren el riesgo de morir por los golpes de los demás pasajeros. Y aún en el caso de lograr escapar, estarán tan cansados que no podrán soportar mucho tiempo en este oleaje.
- ¡Pero tú también morirás! Me gritó ella, casi como enrostrándome su desesperación.
- No, yo me salvaré. Volví a sonreír.
Me aferré a la baranda de estribor con ambas manos. Nunca sabré si no alcancé o no quise avisarle de la ola que se erguía a sus espaldas. Aquella ola de cinco metros tiró a la mujer por la borda. Antes de que alguien pudiera pensar siquiera en ayudarla, otra ola la azotó contra las rocas, dejándola inconsciente. La sangre manaba profusamente de su cabeza y el remolino que las olas formaban al reventar contra el islote, comenzó a formar una figura parecida a una rosa. Y pensé que ninguna corona de flores podría hacer justicia a aquella muerte tan bella. Su cuerpo se perdió entre las rocas. Seguí camino a proa, para finiquitar mi tarea.
Sebastián se pone el chaleco salvavidas que le acaba de quitar a una niña, a la cual dejó sangrando debido a la patada que le dio en la cara. Me ve, le lanzo un extintor que tomé del pasillo inferior, pero yerro. Él se abalanza sobre mí, me levanta como un muñeco de trapo y me lanza contra la puerta de la cabina. Aún algo aturdido, me levanto y lo embisto con furia, él cae contra una baranda. En medio del caos, a uno de los guías, pescador artesanal según sus propias palabras, se le cae un pequeño cuchillo. Lo tomo y corro hacia Sebastián antes de que logre pararse y le hundo la pequeña hoja en el pecho, logrando mi objetivo de rasgar el chaleco salvavidas. Él descarga su puño en mi mejilla izquierda y sale corriendo. No se ha dado cuenta que el chaleco quedó inservible.
Él se lanza al agua, yo me tiro tras él. Me hundo unos 5 metros hasta que mi figura se confunde con el fondo. Veo la hélice del catamarán atrapada en unas rocas, las piernas de todos los condenados que luchan inútilmente por seguir a flote, la espuma de las olas que revienta con furia contra las rocas. Las mismas que conforman ese pequeño islote donde habita la colonia de lobos marinos que a diario se ve perturbada por las hordas de turistas, empuñando sus cámaras, gritando, haciendo señas. Todos vinieron a ver el espectáculo de los lobos marinos, sin saber que serían ellos quienes le ofrecerían un espectáculo a los lobos, el más trágico de todos. Desde el fondo, las paredes del islote parecen fundirse con el cielo y la espuma simula una corona al oleaje furioso que reina en estas aguas.
De pronto veo el chaleco rasgado que baja desde la superficie, como una sentencia naranja y fatídica. Comienzo a subir, aprovecho una ola para aparecer por su espalda. Está indefenso, a pesar de su metro noventa de estatura y sus 85 kilos de peso. Casi siento lástima por él, casi.
Él es mayor en edad y porte, y siempre aprovechó dicha ventaja. ¡OH si! No hubo ocasión en que él no me golpeara. Ya fuera para quitarme algo, para alejarme de alguna chica que le gustara, para lucirse delante de sus compañeros de curso o simplemente por diversión. Aún recuerdo cuando mi padre tuvo la pésima idea de inscribirme en la academia de natación del colegio. Odiaba ir, sentir el olor a cloro, ver a los cuicos y sus maneras educadamente despectivas, la ausencia de olas que evidenciaba una ausencia mayor, de vida. Pero ninguna de esas era la razón principal. Lo peor sin duda, era que siempre me encontraba a Sebastián, o mejor dicho él me encontraba a mí. Y por supuesto, no perdía oportunidad de dejarme en ridículo. Me hundía la cabeza en el agua hasta que mi cara se ponía morada. Cada vez me hundía por mayor tiempo, poniendo a prueba mi resistencia, hasta aquella vez en que me tuvieron que sacar los salvavidas de la piscina. Él obviamente dijo que era sólo un juego y al irse impune, su risotada resonó por todo el lugar.
Las olas se arremolinan a nuestro alrededor, mientras recuerdo el eco de su risa. Antes que se percate de nada, cruzo mis antebrazos por delante de su cuello, mis piernas envuelven su tórax, tomo una última bocanada de aire, para luego volverme peso muerto. Lenta e inexorablemente nos vamos hundiendo, mis ojos se fijan en los rostros de todos quienes desesperadamente luchan por seguir a flote y no ser arrojados contra las rocas. Poco a poco los rostros se transforman en manos que se agitan, luego en piernas que patalean sin ritmo, exhaustas. A tres metros de profundidad el agua está calma, ni siquiera los manotazos salvajes de mi presa logran disturbar la quietud circundante. Los peces nadan ignorantes del espectáculo dantesco que se cierne sobre ellos.
Ironía, eso es lo que es. Tantas veces me hundió la cabeza en el agua, por tanto tiempo, que mi alma se puso morada, y mi odio se acostumbró a contener la respiración. Siento cómo la angustia se apodera de su ser, mientras la desesperación patalea en sus entrañas. Espasmos, burbujas, contorsiones, manotazos, un ruido gutural y submarino, luego retorna la calma. Pequeñas burbujas salen de su boca mustia, su corazón que hace segundos latía desbocado ahora guarda silencio.
Su cuerpo flota libre e inerte, miro alrededor. Esto parece un jardín digno de Lovecraft. De la superficie siguen cayendo cuerpos, que quedan esparcidos en el fondo, con la gracia de hojas otoñales. Los más agradecidos son los cangrejos que se preparan para el festín.
En el ascenso veo un pequeño lobo marino que nada entre la muerte. Una pequeña sandalia me saca de mi error. Es la pequeña víctima de Sebastián, quien me suplica que la ayude. Un segundo de duda da pie a la primera brazada, logro llegar hasta ella, le digo que se aferre a mis hombros, haciendo hincapié en que no debe cruzar los brazos en mi cuello. Con mucho esfuerzo logro alejarnos del islote rocoso. Desde unos cincuenta metros observo a los pocos que aún luchan contra el oleaje y el filo de las rocas. Una hora después aparece un bote de pescadores, hago señas infructuosamente, hasta que el agudo grito de la niña logra captar su atención. Reman deprisa, nos suben al bote, unos minutos después vamos hacia la costa, donde una ambulancia nos llevará al hospital.
Al otro día, desperté y la enfermera me cuenta que todos los medios quieren hablar conmigo, por mi heroísmo al salvar a la pequeña Cristina, de aquella catástrofe ocasionada por un capitán ebrio. Yo por supuesto, les dije que no soy ningún héroe sino apenas un sobreviviente que disfruta del poder respirar, al fin.